UN CIERTO SILENCIO. ÁNGELES CASO.
DESDE HACE
TIEMPO, cada mañana, después de leer el periódico y escuchar algún informativo
en la radio, suelo caer durante un rato en un proceso depresivo. Imagino
que a todos ustedes les sucede algo parecido. Por muy bien que les vayan
las cosas a título individual, es imposible no verse afectado por todo lo que
nos rodea. Parece que nos hayan tirado encima un cubo entero de pintura sucia y
maloliente, emborronando el fresco más o menos decente que habíamos ido
haciendo entre todos.
Entre todos: al menos desde el siglo XVIII y el extraordinario
proceso de la ilustración, han sido muchas las generaciones, infinitos los
hombres y las mujeres que han batallado y se han dejado la libertad y hasta la
vida por construir un mundo mejor. Una sociedad de la que habían ido
desapareciento lentamente las masas de los desheredados,
dando paso a un
dominio de las clases medias que fueron accediendo a la educación y al poder a
través de la democracia.
Habíamos aprendido que la redistribución de la riqueza era
fundamental para la paz social. Que compartir con los desprotegidos era la
obligación de los más afortunados. El camino hacia delante parecia imparable. Y
ahora de pronto, en unos meses, nos desmantelan todos esos derechos conseguidos
a base de tanto esfuerzo. Derechos adquiridos, no privilegios regalados. Día a
día, entre unos y otros, nuestros gobernantes se van cargando en nombre de la
crisis los logros de una sociedad que, al fin, empezaba a ser justa. Solo
empezaba; España no había llegado ni de lejos al nivel de protección social
existente en otros países de nuestro entorno, cuando la guadaña de los recortes
ha ido a decapitar precisamente ahí.
Tratan de convencernos de que no queda otro remedio. Pero
entretanto vemos como los privilegios de los más ricos y los más poderosos se
mantienen intactos. Como si la historia no hubiera sucedido. Mientras millones
de españoles se van al paro y cientos de miles de parados rozan ya la miseria,
los pilíticos y sus colegas financieros y banqueros siguiente impolutos en su
mundo perfecto. Y da igual que malversen o dilapiden el dinero que hemos
aportado entre todos y que debería invertirse en becas, quirófanos o asilos:
nunca pasa nada. Han tirado millones de euros públicos por la ventana han
inaugurado infraestructuras absurdas, adquirido mansiones, arruinado cajas de
ahorros, viajado en coches supersónicos, pagado cenorras, prostitutas y cocaína
con nuestros impuestos. Pero ahí siguen, con sus corbatas impecables y su aire
de ladrones elegantes.
Cada mañana, después de leer el periódico, en medio de la
depresión, los maldigo. Maldigo a los corruptos, claro, pero también a los
vanidosos que han querido dejar sus nombres escritos en pieddra para la
posteridad. Y a todos los decentes que han mirado hacia otro lado haciéndose
los tontos mientras sus compinches robaban. Y ya sé, ya sé que todo esto no
debe decirse, que es dar pábulo a los extramismos y a los populismos. Etcétera.
Etcétera. Pero entonces ¿qué hacemos? ¿Nos callamos mientras ellos nos conducen
obedientemente como ovejitas silenciosas, hacia el viejo corral del antiguo
régimen, las grandes desigualdades, los señores y los siervos? ¿Decimos amén
porque esta bazofia lleva el gran nombre de democracia...?
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